A veces, caminando cerca de un colegio o parque, escuchamos a lo lejos unas voces que reclaman nuestra ayuda. El balón de football, la pelota de tenis, la de ping-pong, suelen ser elementos que con frecuencia intentan escapar de sus límites preestablecidos. Con seguridad, uno recoge el balón y observa como sobrevuela la verja, muro o matorral que suele separarlo de sus dueños. Los gritos de alegría al recuperarlo culminan la hazaña, aunque, si es detrás de un muro, muchas veces no alcanzas a observar las caras sonrientes, después de la espera. Imagino que a todos nos ha ocurrido alguna vez, y no sé porqué tiene algo de satisfactorio lo de tropezar con una pelota ajena y lanzarla de nuevo a su propietario. ¿Qué ocurre cuando el balón con el que te tropiezas es ocho veces más grande que tú y obstruye tu calle? En el caso del Red Ball Project se trata de un gigante balón inflable rojo que puede aparecer tanto embutido en la callejuela junto a la panadería como flotando en el balcón del ayuntamiento. El protagonista es un intruso aterrizado en la ciudad que no puede pasar desapercibido y tiene algo de las esculturas de objetos fuera de escala de C. Oldenburg. El gigante rojo tiene todos los elementos para seducirnos por sorpresa al girar una esquina. Con su presencia desproporcionada en el espacio público de la ciudad nos pregunta: ¿Qué hago yo aquí? La sonrisa es inevitable. El artista Kurt Perschke ha paseado su enorme globo rojo por medio mundo marcando rincones insospechados, trepando puentes e invadiendo monumentos acompañado de su descomunal compañero. Nos recuerda a aquella película de Albert Lamorisse dónde un globo rojo (de tamaño normal) se convertía en el mejor amigo de un niño que paseaba la gris París a mediados de los cincuenta, y coloreaba las paradas de autobús, las farolas y las ventanas con su presencia. De momento el Red Ball Project ha invadido ciudades como Abu Dhabi, Toronto, Chicago o Taipei. ¿Quién sabe? Quizás la próxima parada la haga en tu ciudad.
E.G.
E.G.